Quise encabezar esta carta de una y mil formas, pero todas tenían algo que no me conformaba.
Por ejemplo, dirigirme a vos llamándote “Querido” traía a mí el sabor amargo que deja una derrota.
Garabatear tu nombre era sentir sobre la piel como cada letra se clavaba en ella y se convertía en un silicio
impiadoso.
Es entonces que opté por escribirte así, sencillamente y abriendo de par en par mi corazón.
Hoy: decido dejarte; no más preguntas a mi alma, no más dudas sobre si mi proceder es acertado o no.
Llegó por fin mi tiempo, ese que había perdido por seguirte como una geisha sumisa y expectante ante tu
más mínimo deseo.
Lo recobré así, de golpe, me dio de lleno en el cuerpo, la razón y la sangre.
Tan fuerte me golpeó que casi me voltea.
Tardé en recobrarme apenas segundos, mis ojos se abrieron a una nueva luz y todo tomó su verdadera
dimensión.
Ví las calles conocidas, asfaltadas a nuevo, como esperando mis pasos recorriéndolas sola o tal vez de la
mano de otro hombre, alguien al que yo le importe y quiera invadirme con su amor.
Al abrir la puerta de mi casa esta mañana, el sol me hizo un guiño cómplice, como diciendo “Aquí estoy”,
acercáte a mí y todo este calor es tuyo.
Vuelvo de la oficina, ya es de noche, de improviso veo sobre mi blusa la figura de una mariposa de luz, es mi
vieja amiga la luna; la que a pesar de su frialdad se prende con fuerza a mi pecho y me da la tibieza que
nunca me diste.
Ahí, en ese instante, todas mis horas pasadas o perdidas a tu lado (no sé bien cómo llamarlas), retornan
como flashes confirmando que sólo fui una soñadora aferrada a vos, sin alcanzar a percibir lo que flotaba
en el aire, esa doble vida tuya cerrada para mí y abierta para todos.
Me ví sola, abriendo las manos y dejando escapar de ellas una a una las cuentas de ese collar de perlas
negras que esperándote había enhebrado con los amaneceres y los ocasos no compartidos conmigo.
Otra, tal vez mejor que yo se había hecho dueña de todo lo que creí era mío, sueños y destino junto a vos.
Creí morir, cuando en uno de esos ratos chiquitos y mezquinos que pasabas cerca de mi, tu coraje asomó y
hablaste, pisoteaste y humillaste a la que hasta ese instante te había erigido con referente de su amor.
Entonces, ante “Tu Verdad” ¿para qué luchar?
Tratar de vencer ganando ese duro combate contra “ella” hubiera significado dejar sobre el campo de batalla
mi cuerpo desangrado y mi alma desnuda y desolada.
Cuerpo y alma sobre los que plantaste la bandera de otra casa y el escudo de otra dueña.
Ahora, más serena, estoy tratando de ser feliz, no tengo posesión alguna, todo lo mío lo perdí en tus manos;
pero te aseguro que rescaté un rincón de mi corazón, lo salvé de la hecatombe.
Cuando empezó a latir me gritó que estoy viva y respiro nuevamente. ¡Es realmente increíble!.
Te pido por favor que no me llames, ni pretendas como antes colarte por mi ventana para dejar un jazmín
sobre mi almohada, o pases frente a mi balcón silbando aquella melodía.
Que tus pasos no me sigan como perros de presa. Que hagas ese viaje que proyectamos tantas veces
para poner una distancia infinita entre nosotros.
No acuses a nadie de esto que nos pasa, si te mirás al espejo lo vas a descubrir.
Yo, prometo no esperarte y no llorar a gritos por este amor herido de muerte.
Solo así, muy despacio, volveré a ser una mujer, sin bastones ni muletas, una simple mujer que camine hacia
el encuentro de la vida recobrada.
ALICIA CORA FERNÁNDEZ